REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

lunes, 14 de noviembre de 2016

DISPENSADORES DE LA MISERICORDIA


La misericordia de Dios llena la tierra, nos envuelve a cada uno de nosotros y a cada ser humano, como una madre envuelve el cuerpecito de su niño y lo aprieta contra su corazón. La misericordia de nuestro Padre Dios sostiene la creación entera y de una manera muy particular rodea a los vivos y a los difuntos. Es como el aire gracias al cual podemos respirar y vivir; es como el alimento que nos sostiene y gracias al cual nos desarrollamos; es como una lluvia ligera que empapa la tierra de nuestro corazón y como el sol que nos acaricia y nos da luz y calor. La misericordia de Padre Dios es eterna y por ello es la fuente de nuestra esperanza y de nuestra alegría.
La gloria de Dios es el hombre vivo y por ello Él nos cuida con ternura y misericordia, para que abriéndole nuestro corazón podamos vivir ahora bajo su Providencia amorosa, y después vivir eternamente gozando de la hermosura de su rostro y del Amor de su Corazón.
Dios quiere que su misericordia llegue a todos los hombres y mujeres de este mundo. Especialmente a los que no le conocen, a los que sufren, a los que se sienten solos, a los que luchan contra la enfermedad, a los que se sienten rechazados y marginados, a los que no se sienten amados ni queridos. Dios quiere que su misericordia llegue a cada pecador para que se sienta perdonado, acogido y reintegrado en la comunidad de los seguidores de Jesús.
Padre Dios quiere que su misericordia sea la fuerza de todos aquellos que luchan por el Bien y por la Justicia, por la Paz y por la Reconciliación.
Padre Dios quiere que nadie se vaya de este mundo sin la convicción y la seguridad de hacer ese camino rodeado, protegido y guiado por su misericordia infinita.
Padre Dios  necesita en esta tierra dispensadores de su misericordia. Necesita de instrumentos que lleven el bálsamo de su gracia, de su amor y de su misericordia a cada hombre y mujer que vive en este mundo.
Todos podemos y debemos ser instrumentos de la misericordia de Dios. Todos podemos y debemos ser misericordiosos como nuestro Padre celestial con nuestros hermanos y hermanas.
Pero el Padre, aún desea algo más; quiere que haya hombres que dediquen su vida entera a ser instrumentos de su misericordia. Hombres portadores de la misericordia del Padre a tiempo completo: entregados en cuerpo y alma; consagrados a ser portadores de la misericordia del Padre enteramente y durante toda su vida.
Es por eso que el Padre llama a las puertas del corazón de muchos jóvenes para invitarlos a ser íntimos colaboradores de su Hijo Jesucristo. Así como Jesús fue la Revelación del amor, de la misericordia y de la ternura del Padre. Así también los llamados al sacerdocio católico son invitados a continuar la misión de Jesús para prender el fuego del amor de Dios en todos los corazones, y hacer que la misericordia del Padre transfigure la tierra entera.
Las vocaciones sacerdotales son responsabilidad de todas las comunidades parroquiales: orar sin interrupción para que el Señor llame; interceder para que los llamados acepten la gracia de la vocación y respondan a la llamada; animar y acompañar a cada seminarista; e incluso,  cuando es necesario, ayudar económicamente a su formación, porque ellos van  a ser los Pastores del Pueblo Santo de Dios, los que van a acercar las gracias divinas a través de los  sacramentos a cada persona.
La vocación sacerdotal es también responsabilidad del que siente llamado. Para ello en cada comunidad parroquial hemos de acompañar permanentemente a los niños y a los jóvenes para que, antes que nada,  aprendan a escuchar al Señor. Pienso humildemente que la labor primera y principal de la catequesis es poner a los pequeños y a los jóvenes en contacto con Dios. Que aprendan a escuchar y distinguir su voz. Que aprendan a dialogar con Él, a entablar una amistad profunda con Jesús  y con nuestra Madre la Virgen.
En medio de tantos ruidos ensordecedores (en la calle, en los medios, en la propia familia...), a veces nuestros jóvenes no distinguen la dulzura de la voz de Dios que los llama. Es una idea muy particular, pero pienso que es muy urgente la creación de grupos de oración, infantiles y juveniles,  en nuestras parroquias. El Sagrario debería ser un imán de atracción para nuestros jóvenes. El Señor está aquí y te llama para conversar con Él, para ser tu compañero y guía en el camino de la vida.
El sacerdote no es un solterón. Es un padre de todos aquellos que le son encomendados. Es un hermano de todos los hombres. Es un compañero de camino para todos. Es miembro de una familia inmensa: la gran familia de los hijos de Dios. Es el hombre portador de la alegría de la fe. Es el hombre portador de la compasión y del consuelo para quien sufre. Es el hombre que se da a sí mismo sin esperar nada a cambio. Es el hombre portador de la paz y de la reconciliación. En Él y a través de Él Jesús mismo se hace presente en medio de la comunidad. Ser sacerdote es el don más inmenso que se puede recibir; la alegría más desbordante que un corazón puede recibir. Ser sacerdote es una misión apasionante,  porque es compartir la misma misión de Jesús. Un corazón joven, tocado por Dios, no podrá encontrar un proyecto de vida más ilusionante que este.
Manuel María de Jesús F.F.

martes, 1 de noviembre de 2016

FESTIVIDAD DE TODOS LOS SANTOS

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
“Alegrémonos todos en el Señor, celebrando la festividad de todos los Santos, de cuya solemnidad se alegran los ángeles y alaban juntos al Hijo de Dios”
Acogemos hoy la invitación gozosa que nos hace nuestra madre la Iglesia a través de estos versos del Introito de la Santa Misa, para disponernos a celebrar la Fiesta de Todos los Santos. Y abrimos nuestro corazón para recibir el don que el Señor quiere dispensarnos en esta día: el don de la alegría que brota de la fe en el Hijo de Dios, que brota de la esperanza que tenemos de alcanzar un día la vida eterna y que nace del amor con que somos amados por Dios y por el cual nos amamos unos a otros como hermanos.
Esta alegría en el Señor es un gozo sobrenatural que brota en lo profundo de nuestra alma donde habita Dios: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23).
No se trata de una alegría efímera, pasajera, ni sensorial. Es un gozo profundo y duradero que el Señor comunica a los que le aman y que según sus propias palabras “nadie será capaz de quitarnos nuestra alegría” (Cf. Jn 16, 22)
Esta alegría de los cristianos es posible gracias a la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros. “¿Acaso, no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu  Santo habita en vosotros? (1 Cor 3, 16) Pues,  entre los frutos del Espíritu están estos, “caridad, gozo, paz” (Cf. Gal. 5, 22).
“Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Que no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre” (Rom 8, 14-15)
En esto reside nuestra alegría de cristianos, en sabernos hijos, e hijos muy amados de Dios: “Queridos Hermanos, Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡los somos!” (1Jn 3, 1).
Esta alegría, que por gracia de Dios podemos  experimentar ya en esta vida, es un pálido reflejo, pero es auténtica participación del gozo y de la alegría que se vive en la ciudad de los santos. Es un anticipo de la felicidad inmensa  y de la dicha de los bienaventurados a quienes honramos en este día y a los que contemplamos en el reino “que Dios ha preparado para los que le aman”. (Cf. 1 Cor. 2, 9) Decimos que  nuestra alegría es sólo un pálido reflejo y un anticipo, porque, aunque ya ahora somos verdaderamente hijos de Dios, sin embargo,  “aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 2).
Esta es nuestra alegría y nuestra esperanza, después del fugaz paso por esta vida en medio de luchas, trabajos, penalidades, y a veces también persecuciones por nuestra condición de cristianos, alcanzar la plena y perfecta visión de Dios en el cielo. Ser allí eternamente felices con Él, en compañía de Nuestra Madre Santísima la Virgen María, disfrutando de la amistad de los  ángeles y de la multitud de los santos.
¡Qué emocionantes y esperanzadoras son las palabras del Apóstol San Juan, que Nuestra Madre la Iglesia nos ofrece en este día para contento y regocijo de nuestro corazón!: “Yo, Juan… vi una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones y tribus, y pueblos, y lenguas, que estaban ante el trono y delante del Cordero, revestidos de un ropaje blanco con palmas en sus manos: y exclamaban a grandes voces diciendo: Alabanza a nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero”. (Ap. 7,  9-10).
Ante esta visión maravillosa que nos permite asomarnos a la Jerusalén del cielo, la ciudad de nuestro Dios, también nosotros podemos preguntarnos, tal como relata el libro del Apocalipsis: “Estos vestidos de túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde vinieron?” (Ap. 7, 13)
Es la multitud admirable de los Santos, hombres y mujeres cuyas almas fueron lavadas y blanqueadas en la sangre de Cristo. Son los que durante su peregrinación terrena mantuvieron la fe y el testimonio de Jesús.
¡Son los hijos y amigos de Dios y los mejores hijos de la Iglesia!
Es la gran muchedumbre de hombres y mujeres pobres de espíritu que ahora son ciudadanos del reino de los cielos.
Son los que vivieron con manso corazón y que ahora poseen eternamente la tierra de promisión, la patria celestial.
Son los que en este primer mundo sembraron el bien a manos llenas, aún a costa de lágrimas y llanto. Ahora cantan eternamente gozosos con sus gavillas y el Señor enjuga las lágrimas de sus ojos.
La muchedumbre celestial está conformada por todos los que tuvieron hambre y sed de justicia, por los misericordiosos y los limpios de corazón. Ahora gozan de misericordia y su perfecta alegría es la visión de Dios, la amistad y la intimidad con Él.
Ellos y ellas son los que trabajaron con afán por la paz, sufrieron por el Nombre de Jesús y abrazaron con amor la cruz de cada día.
¡Qué grande es ahora su alegría! ¡Qué inmenso es ya su gozo!
Todos ellos, desde el cielo oran incansablemente por nosotros, para que igual que ellos mantengamos la fe y alcancemos la meta.
Sin duda alguna que entre esa muchedumbre se encuentran muchos de los que hemos conocido  y tratado en esta tierra, también de los que nos han amado y hemos amado tanto. ¡Pidamos a los Sagrados Corazones de Jesús y de María la gracia de que se encuentren todos!
¡Santos y santas de Dios, rogad por nosotros para que un día formemos parte de la multitud de los bienaventurados!
¡Reina de todos los Santos, ruega por nosotros para que permanezcamos fieles a nuestro bautismo y aspiremos con decisión a la meta de la santidad!
¡Reina de los Apóstoles, alcánzanos la gracia de tener muchos y santos sacerdotes que con celo apostólico promuevan la santidad entre los fieles!
¡Señor Dios nuestro, haznos santos, como Tú Padre celestial eres Santo!
Amén
 Manuel María de Jesús